Cuando Dios permite más de lo que podemos soportar
¿Realmente Dios siempre nos da una salida a la prueba antes de que lleguemos al límite de nuestras fuerzas?
Alfonso Pérez / Actualidad Evangélica /
¿Dios siempre nos da una salida a la prueba antes de que lleguemos al límite de nuestras fuerzas y de nuestra fe? ¿O será que a veces «calcula mal»? Estas son algunas de las preguntas (difíciles) que el autor de este artículo aborda con honestidad y esperanza.
En diciembre de 1942 llegaban por avión a Alemania las últimas cartas de los combatientes alemanes que quedaron asediados en Stalingrado. Una de ellas fue la escrita por un soldado hijo de un pastor protestante. Le decía a su padre:
Plantear el problema de la existencia de Dios en Stalingrado, significa negarlo. Debo decirlo y me pesa doblemente. Tú me has educado, porque faltaba mi madre y siempre me has puesto a Dios ante mis ojos y mi alma. Y me pesan estas palabras doblemente, porque serán las últimas mías y ya no podré decir otras que las corrijan o anulen. Tú eres pastor de almas, padre, y en la última carta digo la verdad o lo que creo que es verdad. He buscado a Dios en toda zanja, en toda casa destruida, en mis camaradas, cuando estaba en las trincheras y en el cielo. Dios no se ha manifestado cuando mi corazón clamaba por él. Las casas estaban destruidas, los camaradas eran tan heroicos o viles como yo, en la tierra había hambre y homicidios y del cielo caían bombas y fuego. Dios es el que me falta.
No, padre, no hay Dios alguno. Lo repito y sé que es una cosa terrible y para mí irreparable. Y si existe Dios, sólo está cerca de vosotros en los libros de los salmos y en las oraciones, en las palabras devotas de los sacerdotes y pastores, en el repique de las campanas y el perfume del incienso. Pero en Stalingrado, no (Einaudi, 1971, p. 33). [1]
En ocasiones me pregunto el lugar que ocupan en algunas corrientes cristianas aquellos que quedaron en el camino.
No hace mucho acabé un libro, entre tantos otros similares que existen, que tenía el propósito de tomar aquellos acontecimientos trágicos de la vida como un tiempo para crecer, para descubrir más acerca de Dios.
El autor, un psiquiatra cristiano, hablaba desde su amplia experiencia profesional y los casos que presentaba, decía, eran todos reales.
De esta forma el libro se enfocaba en cómo usar el dolor, el sufrimiento, como medio privilegiado para crecer en la fe. Por supuesto el autor daba pautas, marcaba un proceso por medio del cual aceptar la tragedia y cambiarla en algo positivo.
Es este mismo enfoque el que suelo ver en casi todas partes. Libros, predicaciones o charlas informales entre creyentes suelen llevar una misma línea.
Creo que es del todo acertado el que se intente hacer salir al doliente de su estado de hundimiento, es lo deseable, a lo mejor que se puede aspirar en estos casos, pero quedo muy preocupado porque casi nadie habla del que no es capaz de lograrlo.
El que no pueda no tiene por qué deberse a que no haya puesto suficiente esfuerzo de su parte o a que no tenga una “cantidad” determinada de fe. Este hecho deja un tremendo hueco en el que se sitúan no pocos creyentes y para los cuales parece no haber ni una sola palabra.
Siempre he escuchado que cuando se habla o se aconseja hay que buscar la edificación, el ánimo o el hacer que el cristiano reconozca alguna situación en su vida en la que no esté actuando bien.
Esto también me hace pensar que existen cosas que no son religiosamente correctas y se evitan o, como mucho, se nombran de pasada porque, como digo, no son «edificantes».
Pero ¿en dónde se enmarca al creyente que ha sufrido tanto que no ha podido superarlo? ¿Y el que ha visto tanta maldad, como el soldado en Stalingrado con que abría este artículo, que naufraga en su fe?
En charlas o libros se tratan los pasos para salir de estados depresivos. En los mismos se reconoce la tremenda dificultad por la que tiene que pasar la persona atribulada pero se recalca que es posible hacerlo.
Pero ¿y si el enfoque de la asesoría no es el correcto y hace que la persona doliente todavía se sumerja más en el estupor? Esto ocurre en los casos en los cuales a Dios se le hace responsable directo del mal sufrido. Así ahora la persona doliente tiene que «aceptar» además a un Dios que no entiende.
Y ¿qué ocurre con aquella que no puede ser atendida, la que no tiene posibilidad de pasar por este proceso? La respuesta es que, salvo acto milagroso, su herida permanecerá abierta. Pero ¿qué ocurriría si en este estado vuelve a sufrir otra tragedia? La devastación consecuente será, al menos, doblemente terrible. Es como si en un mismo lugar cayeran, con un intervalo de tiempo, dos bombas.
No estoy hablando de casos imposibles, hipotéticos, que no se dan. Desgraciadamente han sido y son muy frecuentes especialmente cuando se producen desastres naturales de grandes proporciones y, cómo no, en los conflictos armados.
En ellos creyentes han visto cómo su fe era demolida, ya no podían creer en Dios. Otros se sumían en estados depresivos crónicos, morían en vida.
De estos «perdedores» nadie se acuerda, no hay lugar para ellos. Es mucho más “edificante” centrarse en los que demostraron, y nunca mejor dicho, una fe a prueba de balas.
Por ello es cierto que en medio de tragedias terribles ha habido creyentes que las han afrontado de una forma que sobrepasaba toda lógica y mantuvieron su fe hasta el final.
Pero también tenemos testimonios de que en esa misma tragedia otros no pudieron seguir creyendo. No faltan tampoco los que quedaron psicológicamente dañados de por vida.
Shusaku Endo fue un escritor cristiano japonés que se preguntó esto mismo. A mediados del siglo pasado el joven Endo se sintió atraído por la historia de los mártires japoneses en el tiempo de los gobernantes sogún, en el siglo XVII.
En claro contraste con la conocida frase de Tertuliano de que «la sangre de los cristianos es la semilla de la iglesia» la persecución padecida por los cristianos japoneses había sido tan atroz que casi acabó con la iglesia en aquellas tierras. Se considera que ha sido la persecución más exitosa de la historia.
Aquellos que no apostataban eran atados a postes dentro del mar para que cuando la marea subiera se fueran ahogando poco a poco; otros eran atados a balsas y dejados a su suerte en el mar; otros eran colgados boca bajo y colocados sobre hoyos en los que había cuerpos muertos y excrementos.
Endo en su habitual visita a un museo en donde se mostraban diversos objetos relacionados con el desastre nuclear que sufrió Japón en la Segunda Guerra Mundial, fue atraído por un «fumie» del siglo XVII.
Un «fumie» era una imagen de Jesús o de María con su hijo realizado en bronce y dentro de un marco de madera. Con esto se probaba a los cristianos de aquel tiempo.
Si estos pisaban el «fumie» era el acto de apostatar y como consecuencia se los dejaba en libertad. De lo contrario la tortura o la muerte les esperaba. En ocasiones ambas.
El «fumie» que Shusaku Endo observaba era el de María con Jesús en sus brazos pero debido al desgaste casi no podía verse la imagen.
Este desgaste tan severo era el resultado de los miles de cristianos que habían apostatado. Esto dejó fuertemente impresionado a Endo que se preguntaba qué habría significado para aquellas personas ese acto, qué habrían sentido. A la par él mismo se hizo la pregunta, ¿habría sido uno de ellos?
Como suele pasar en los libros de historia de la iglesia los testimonios que aparecen bien registrados son aquellos de los que permanecieron, de los que no abandonaron la fe sobre la base de una fortaleza divina.
Pero apenas hay menciones de los que no pudieron, de los que se quebraron. Así el mismo pueblo de Dios decidió que estos no eran dignos de ser recordados.
Sin duda siento admiración por los testigos valientes que dieron sus vidas en lo más arduo de la prueba, pero también siento una inmensa compasión por los que no la pudieran soportar. Al igual que Endo pienso en mí mismo y en mi familia y me hago la misma pregunta, ¿qué habría hecho yo?
Es curioso, pero me doy cuenta al leer los evangelios que los débiles, los rotos, los cobardes, tienen un lugar privilegiado en la gracia. Sé que Jesús nunca deja al caído, aunque en esos momentos nos sintamos solos, nadie nos puede alejar de su amor, esto no depende de nosotros.
Shusaku Endo se prometió que iba a llenar ese vacío y que a partir de entonces se dedicaría a escribir la historia de estos apóstatas. La novela que está considerada como su obra maestra, Silencio, es uno de estos escritos.
Desde estas líneas reclamo la dignidad que estos creyentes merecen. El que se niegue o se ignore el hecho de que un cristiano puede perder su fe, que puede ser deshecho por pruebas que van más allá de sus fuerzas, me parece una forma cruel de actuar.
El decir vez tras vez que el creyente tiene una oportunidad para el crecimiento en medio de la tragedia es solo una verdad a medias. También por esa misma tragedia puede hundirse y alejarse de Dios de por vida… aunque Dios nunca lo haga de él. Además, no todas las personas son iguales ni las experiencias dolorosas tampoco.
Creo que el pensamiento en algunos círculos creyentes sobre este tema está preso de dos ideas que hacen que no pueda contemplar todo el cuadro al completo. Si existen tantas experiencias que contradicen la idea de que todo creyente es probado para avanzar y madurar en su fe no se entiende, sin más, que se pasen por alto. La primera de las dos razones es caer en el literalismo y la generalización en textos como el que sigue:
Ustedes no han sufrido ninguna tentación que no sea común al género humano. Pero Dios es fiel, y no permitirá que ustedes sean tentados más allá de lo que puedan aguantar. Más bien, cuando llegue la tentación, él les dará también una salida a fin de que puedan resistir (1 Corintios 10:13. NVI).
De esta forma se suele llegar a la siguiente conclusión:
Aunque Satanás usa todos los métodos posibles para tentarnos y causar nuestra caída, Dios no permitirá que seamos tentados más de lo que podamos soportar (1 Corintios 10:13).
El proveerá una “salida” para que podamos resguardarnos. En otras palabras, Dios ha provisto un límite a la prueba. Además, nuestro Señor, quien fue “tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Hebreos 4:15), ha prometido estar con nosotros siempre, y con esta ayuda podemos sin duda vencer la tentación. [2]
Cuando se produce un choque entre la realidad y lo que un texto de la Biblia aparentemente dice se escoge de forma automática lo que las Escrituras parecen que sostienen porque, se argumenta, es la Palabra de Dios y Dios no puede estar equivocado.
Acto seguido o bien se ignoran los hechos contrarios o se les da una explicación de tipo rápida (en nuestro caso tal vez se deba a falta de fe, a lo mejor es que no fueron bien aconsejados), y la conclusión vuelve a ser la misma: siempre hay salida, se madura con la experiencia, finalmente se sale victorioso.
Ni por un momento se piensa que podríamos estar equivocados en nuestra interpretación y que el uso de la generalización, esto es que debe cumplirse siempre y en todos los casos lo que allí se dice, puede ser un error.
Esta conclusión además está determinada por la aparición del deseo, la segunda razón, de que las cosas deben ser así, Dios jamás hará que caigamos, la prueba podrá ser soportada. Hemos proyectado un deseo sobre la realidad y como consecuencia la hemos alterado… pero es que los hechos son muy “tozudos”.
Si rechazo o niego que puedan darse los casos que citaba en el primer escrito no estoy haciendo otra cosa que mirar para otro lado. ¿Qué decir entonces sobre lo que Pablo escribió en ese famoso texto? Tenemos dos posibilidades.
Por un lado que, al igual que otros escritores del Nuevo Testamento, buscaba dar palabras de aliento, proveer fuerzas para afrontar las duras pruebas.
Tenemos que tener siempre en cuenta que se trata de cartas que el apóstol escribía a determinadas iglesias y por ello su preocupación pastoral siempre estaba presente. ¿Sabría él de personas que habían negado la fe ante las tragedias o incluso la persecución?
Pienso que sí, es más, es posible que ante él mismo sucediera cuando se convirtió en el primer perseguidor autorizado de la historia del cristianismo.
La segunda explicación, y que es compatible con la anterior, es que Pablo, y otros autores del Nuevo Testamento, había tenido una experiencia única con Dios.
Pablo vivió en uno de los períodos bíblicos en los que las obras poderosas de Dios se dieron de forma abundante. Él mismo había visto al Jesús resucitado y había sido protagonista de experiencias tremendas de su acción.
Entremezcladas a estos hechos milagrosos se fueron dando sus vivencias de dolor, de angustia y de prueba. Para él la existencia, poder, soberanía y victoria de Cristo sobre todo estaban claras.
Las pruebas eran ciertamente de dolor, angustia y tentación pero no llevaban las carencias por las que pasarían otros cristianos a lo largo de la historia. Estas carencias son una ausencia de los actos de poder de Dios, terribles experiencias de soledad y silencio divino.
Serán, como digo, tiempos de silencio en vidas que solo han escuchado de oídas que Dios hizo, que liberó y sanó pero ellos, sumidos además en el sufrimiento, no experimentan nada de esto. Por ello el planteamiento de la propia existencia de Dios llegará a ser motivo de auténtica angustia.
Realmente para este tipo de creyentes Dios es un Dios ausente y que parece no mover ni un dedo. Para Pablo y otros autores de las Escrituras no, son experiencias muy distintas y la consecuente diferencia de percepción vivencial y de fe es enorme.
¿Es cierto que Dios nunca nos exige más de lo que podemos soportar? Mi experiencia ha sido muy distinta.
He visto gente doblegarse bajo el peso de la tragedia insoportable, matrimonios deshacerse después de la muerte de un hijo, culpándose entre ellos por no haber cuidado del niño adecuadamente o por ser responsables de algún defecto congénito, o simplemente porque los recuerdos compartidos se hacían insoportablemente dolorosos.
He visto que la gente que sufre tiende a hacerse más cínica y amargada que noble y sensible. También he visto cómo esa gente se ha hecho celosa de los que la rodean, incapacitándose así para participar en la rutina de la vida diaria.
He sido testigo de cómo después de que el cáncer o un accidente automovilístico segara la vida de una persona, cinco miembros de la familia dejaron de ser las personas felices y normales que eran antes del accidente, terminando funcionalmente sus vidas. Si Dios nos está probando, a esta altura debería saber que muchos de nosotros no pasamos la prueba. Y si su intención es imponernos una carga que podamos soportar, demasiadas veces le he visto calcular mal. [3]
Se vuelve a infravalorar el impacto emocional. Si alguien llegara con un bate de béisbol y nos golpeara con todas sus fuerzas en la rodilla lo esperable es que se rompiera. Lo contrario sería milagroso.
Es posible que con tiempo y el cuidado médico adecuado la persona pudiera volver a andar con cierta normalidad, pero si de nuevo alguien llegara y nos volviera a golpear esa rodilla con otro bate, y no tuviéramos acceso a la medicina, muy probablemente quedaríamos cojos de por vida.
Esto también ocurre en el aspecto emocional. El ser humano también se rompe por dentro. La restauración bajo impactos traumáticos se hace muy difícil aun contando con los recursos adecuados.
Tal vez se afirme que esto es un cuadro sin esperanza, yo no lo creo por lo que diré al final, y además ¿de qué sirve decirle al que ya ha perdido la fe que todo lo puede en Cristo que lo fortalece? ¿Al que vive sumido en un trauma emocional profundo y dilatado en el tiempo que Dios no lo iba a dejar pasar por donde precisamente lleva años pasando?
Aún en los casos en los que la persona ha realizado el proceso de restauración y ha experimentado el consuelo de Dios y la aparición de fuerzas en donde no las había, ha podido quedar marcada e imposibilitada para siempre en algunos aspectos esenciales de su vida.
Si hemos perdido un hijo su ausencia siempre será una constante. Se aprenderá a vivir con la misma pero siempre se echará en falta su abrazo, su risa, su presencia. Es verdad que tendremos el consuelo del más allá pero es que a nosotros nuestro hijo nos hace falta en el “más acá”.
Por ello el decir sin más que el sufrimiento sirve para madurar al creyente es una declaración demasiado pobre, y en no pocas ocasiones muy cruel, que no tiene en consideración una gran cantidad de variables (edad, sexo, madurez, experiencias pasadas, contexto cultural, el drama o dramas vividos, etc.). En ocasiones a lo más que se puede llegar es a que la persona continúe con una fe titubeante lo cual sin duda ya es una gran victoria.
Dicho lo cual sigo creyendo que el cristianismo es la fuerza terapéutica más poderosa que existe. Con tiempo y buenos consejeros los resultados llegan a ser asombrosos en no pocos casos.
Además provee una esperanza de que no todo acaba aquí, Dios es el que posee la última palabra en un mundo donde no pocos seres humanos han decidido tratar al prójimo con todo el desprecio que puede contener su interior.
Para las personas que fueron tentadas más allá de sus fuerzas la sanidad, la restauración y el consuelo total será algo que reciban en la otra vida porque, lo puedan creer o no, es imposible que exista algo tan poderoso que los pueda apartar del amor de Cristo.
“Pues estoy convencido de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los demonios, ni lo presente ni lo por venir, ni los poderes, ni lo alto ni lo profundo, ni cosa alguna en toda la creación, podrá apartarnos del amor que Dios nos ha manifestado en Cristo Jesús nuestro Señor.” (Apóstol Pablo).
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