Una perspectiva bíblica de la ideología de género
La «ideología de género» plantea que el comportamiento de hombres y mujeres en lo sexual, no está determinado por la biología.
Sugel Michelén / Coalición por el Evangelio /
Una de las armas más poderosas con las que cuentan los promotores de la ideología de género, es la manipulación del lenguaje.
En estas últimas décadas han estado empeñados en su estrategia de cambiar el lenguaje para cambiar la sociedad porque, según consideran, el lenguaje actual es un instrumento sexista que denigra a la mujer.
El esfuerzo por deconstruir el lenguaje, tiene el propósito ulterior de deconstruir la personalidad humana.
El lenguaje está siendo manipulado para promover una ideología y acallar a todos los que se oponen. Esto fue lo que sucedió, por ejemplo, con el uso de la palabra «género».
Una visión distorsionada
Hasta hace poco tiempo, el término «género» era usado en el idioma español para referirse a la propiedad gramatical del lenguaje que clasifica las palabras en masculino o femenino.
Pero a partir de la década de los cincuenta, en el mundo anglosajón, comenzó a ser usado para referirse al sexo de las personas. El término pasó de la gramática a la biología. Entonces, «sexo» y «género» se referían a lo mismo.
Una década más tarde, algunos grupos de presión comenzaron a popularizar la idea de que debía hacerse una distinción entre la dimensión biológica de un individuo y su dimensión psíquica.
Es decir, distinguir entre el «sexo» con el que cada persona nace y el «género» con el que se identifica o se percibe a sí misma.
Lo que hoy conocemos como «ideología de género» plantea la teoría de que el comportamiento de hombres y mujeres, así como la práctica de su sexualidad, no están determinados por la anatomía o la biología.
La sexualidad es, según esta ideología, una construcción social y cultural.
Entonces, la ideología de género propone una deconstrucción del ser humano, la sociedad y la familia, tal como han sido entendidos hasta ahora, provocando una profunda y peligrosa distorsión de la realidad.
Pero si bien es cierto que el lenguaje puede distorsionar la percepción que tenemos de nosotros mismos, no puede cambiar nuestra naturaleza.
Para evitar los peligros de esta visión distorsionada y aprender a ver la realidad tal cual es, debemos examinar algunos de los «lentes teológicos» que Dios ha provisto en Su Palabra.
Como un oftalmólogo que superpone un lente tras otro hasta que el paciente logra ver las letras con la mayor nitidez posible, de la misma manera, iremos superponiendo un lente bíblico tras otro hasta que seamos capaces de ver las cosas como en realidad son.
De esa manera, te invito a considerar a continuación una perspectiva bíblica de la ideología de género.
El lente de la creación
El primer lente teológico es la doctrina de la creación, punto de inicio necesario e indispensable para discernir nuestra identidad.
La Biblia comienza diciendo: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra» (Gn 1:1).
Este mundo tiene un Creador y los seres humanos existimos por un propósito.
Aprendemos así que Dios no solo posee plena autoridad sobre nuestras vidas, sino también un conocimiento perfecto de lo que somos.
Hay al menos dos verdades que Dios dice sobre nuestra identidad en el primer capítulo de la Biblia. La primera es que fuimos creados a Su imagen y semejanza (Gn 1:26), de modo que podemos tener una comunión significativa con Él.
Esa imagen de Dios en nosotros define nuestra identidad y le otorga valor, significado y propósito a nuestra existencia.
Nuestro valor no depende de nuestros logros, sino que viene por el hecho de ser portadores de la imagen divina.
La segunda verdad es que Dios creó a toda la humanidad con una de dos identidades sexuales posibles: hombre o mujer.
Ambos fueron creados a la imagen de Dios y se complementan entre sí (v. 27).
Por lo tanto, la masculinidad y la feminidad no son categorías artificiales producidas por una sociedad patriarcal con el propósito de subyugar a las mujeres, como muchos afirman en nuestros días, sino que revelan el diseño original de Dios para la creación de los seres humanos; diseño que el Señor declara «bueno en gran manera» (v. 31).
Tanto el hombre como la mujer reflejan la imagen de Dios y, por lo tanto, poseen la misma dignidad y el mismo valor.
Pero el hombre fue creado para funcionar como hombre, y la mujer para funcionar como mujer.
Esa realidad está entrelazada en toda nuestra estructura biológica, psíquica y emocional.
Como bien señala la cardióloga Paula Johnson: «Cada célula posee un sexo, lo que esto significa es que los hombres y las mujeres son diferentes a nivel celular y molecular».
Esto no es una filosofía de género, sino lo que somos en realidad, tal como Dios nos creó. Toda persona posee, por diseño de Dios, una de dos identidades sexuales.
Eso es más que evidente en nuestros cromosomas, en nuestras hormonas, en nuestro cerebro, en nuestras células, en nuestro aparato reproductivo. Es evidente en todo nuestro cuerpo.
Glorificamos a Dios cuando vivimos de acuerdo a Su diseño, mostrando Su imagen multifacética en el complemento perfecto de la masculinidad y la feminidad. Por eso Pablo puede decir a los hombres de Corinto: «Pórtense varonilmente, sean fuertes.
Todas sus cosas sean hechas con amor» (1 Co 16:13b-14).
Existe el comportamiento masculino y el comportamiento femenino, que el hombre y la mujer aceptaban con deleite antes de que el pecado entrara en el mundo.
Cuando Dios creó a Eva y la trajo delante de Adán, este aceptó con gran gozo el regalo de una compañera humana creada a imagen de Dios y que poseía una identidad sexual diferente a la suya (Gn 2:23).
No existía el sentimiento de vergüenza, ni de sus cuerpos ni de su identidad sexual (v. 25). El hombre se sentía realizado siendo hombre y la mujer, siendo mujer.
Ambos gozaban de funcionar como criaturas de Dios, viviendo para Su gloria y haciendo Su voluntad.
El hombre y la mujer hacían un despliegue de la gloria de Dios, de Su sabiduría, de Su poder creativo.
La ideología de género ataca estas verdades. Pero detrás de las organizaciones y corporaciones multinacionales que están tratando de implantar su terrorismo ideológico, hay una conspiración cósmica mucho más oscura.
Hay un ataque satánico contra la gloria de Dios reflejada en el ser humano.
No solo se trata de destruir al hombre y a la mujer creados a la imagen de Dios, sino que también se intenta destruir la unidad complementaria entre estos dos sexos que reflejan, aunque de una forma imperfecta, la unión de Cristo y Su iglesia.
Esa gloria es el foco de ataque de este terrorismo ideológico. Pero este ataque no es nuevo, pues ha sido el accionar de Satanás desde el principio.
El lente de la caída
Siguiendo con el relato de Génesis, vemos que Dios dio a Adán instrucciones claras y precisas acerca de sus límites en el huerto del Edén (Gn 2:16-17).
El hombre y la mujer podían comer lo que quisieran, excepto del árbol de la ciencia del bien y del mal.
Traspasar ese límite significaba morir por su desobediencia.
Así que Satanás se apareció a Eva en el huerto y le hizo una oferta sumamente tentadora: «Y la serpiente dijo a la mujer: “Ciertamente no morirán.
Pues Dios sabe que el día que de él coman, se les abrirán los ojos y ustedes serán como Dios, conociendo el bien y el mal”» (Gn 3:4-5).
Satanás ofreció a Eva lo mismo que ha estado ofreciendo a los seres humanos desde entonces: conocimiento, placer y autonomía.
Es importante que estos tres términos vayan juntos, porque no hay nada malo en el conocimiento ni en el placer, siempre y cuando reconozcamos la realidad de que no somos seres autónomos.
Todos sabemos el resto de la historia. Eva consideró razonable desobedecer el mandato explícito de Dios para seguir su corazón y sus sentimientos, pues «algo no puede ser malo si se siente bien».
Sin embargo, tan pronto el pecado entró en el mundo, el hombre y la mujer sintieron vergüenza de sus propios cuerpos.
«Entonces fueron abiertos los ojos de ambos, y conocieron que estaban desnudos» (Gn 3:7). Si dejamos a Dios fuera de la ecuación, no tenemos ningún punto de referencia para definir nuestra propia identidad, pues nuestro valor y significado vienen determinados por ser portadores de Su imagen.
Además, tan pronto como el pecado entró en el mundo, el corazón humano se convirtió en una fábrica de deseos engañosos, malignos y dañinos. El ser humano comenzó a experimentar envidia, amargura, enojo, codicia, descontento, confusión y vergüenza.
En el contexto de la caída, podemos entender el problema de la «disforia de género», como se denomina la patología de no sentirse a gusto con el sexo biológico.
Los individuos que se sienten atrapados en el cuerpo equivocado experimentan una angustia real.
Es terrible que un individuo perciba que no encaja con su sexo biológico. Pero la forma de ayudarlo no es aconsejando que siga la inclinación de su corazón, porque la realidad es que esa persona es lo que es, independientemente de cómo se perciba a sí mismo.
Adán y Eva desearon ser Dios. En cierto sentido, ese fue el primer caso de disforia de género de la historia, pues quisieron ser lo que no eran.
Pero ese deseo era engañoso porque el mero hecho de desear ser Dios no los convirtió en dioses. Lo mismo podemos decir de nuestra identidad sexual y biológica: nadie puede dejar de ser lo que es.
El problema de la ideología transgénero es que está llevando a muchas personas a pensar que su cuerpo es irrelevante.
El mensaje que parece transmitir es: «no importa lo que diga tu ADN, tus sentimientos definen tu verdadera identidad».
Entonces, los sentimientos subjetivos del individuo se convierten en el factor determinante para definir su identidad.
La buena noticia es que la historia no termina con la caída humana.
Esto nos lleva a nuestro tercer lente teológico: la doctrina bíblica de la redención.
El lente de la redención
A raíz de su desobediencia, Dios prometió a Adán y a Eva que enviaría un Salvador, nacido de mujer, que habría de aplastar la cabeza a la serpiente, aunque en el proceso Él mismo sería herido en el talón (Gn 3:15).
La promesa se sigue recordando a lo largo de la historia, hasta que Jesús aparece en escena.
El Hijo de Dios se hizo hombre para morir por nosotros en una cruz y revertir los efectos de la caída. Cristo no vino al mundo solo para que algún día podamos ir al cielo.
También vino «para deshacer las obras del diablo» (1 Jn 3:8). Se encarnó para enderezar lo que quedó torcido por causa de la entrada del pecado, incluyendo las distorsiones engañosas de nuestro propio corazón.
Aunque la lucha contra el pecado no desaparece en la conversión, ahora podemos ver esos deseos engañosos como lo que son: distorsiones de la realidad.
A la vez, tenemos en Cristo todos los recursos que necesitamos para luchar contra ellos.
Cristo vino a restaurar la imagen de Dios en nosotros, que quedó distorsionada por causa del pecado.
Esa restauración sucede de forma gradual en el cristiano, mientras contempla la gloria de nuestro bendito Señor y Salvador en el evangelio (2 Co 3:18).
Tenemos esperanza, porque la gracia de Dios nos salva y transforma para que podamos funcionar como lo que somos: seres creados a Su imagen, con una de las dos identidades sexuales posibles, para darle la gloria a Él.
La gracia de Dios en nuestras vidas nos salva y nos santifica. Como enseña el apóstol Pablo: ¿O no saben que los injustos no heredarán el reino de Dios? No se dejen engañar: ni los inmorales, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los difamadores, ni los estafadores heredarán el reino de Dios.
Y esto eran algunos de ustedes; pero fueron lavados, pero fueron santificados, pero fueron justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios (1 Co 6:9- 11).
La buena noticia del evangelio es que hay perdón y transformación en Cristo para todo aquel que cree en Él y se arrepiente (2 Co 5:17; Ro 12:1-2).
Esta buena noticia incluye la esperanza de que algún día toda la creación será plenamente restaurada a una condición incluso superior a la que poseía antes de la caída.
Me refiero al último lente teológico provisto por la Escritura: la doctrina de la glorificación.
El lente de la glorificación
Considera las siguientes palabras de Pablo. Es un pasaje extenso, pero la vale la pena leerlo completo: Pues considero que los sufrimientos de este tiempo presente no son dignos de ser comparados con la gloria que nos ha de ser revelada.
Porque el anhelo profundo de la creación es aguardar ansiosamente la revelación de los hijos de Dios.
Porque la creación fue sometida a vanidad, no de su propia voluntad, sino por causa de Aquel que la sometió, en la esperanza de que la creación misma será también liberada de la esclavitud de la corrupción a la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime y sufre hasta ahora dolores de parto.
Y no solo ella, sino que también nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, aun nosotros mismos gemimos en nuestro interior, aguardando ansiosamente la adopción como hijos, la redención de nuestro cuerpo.
Porque en esperanza hemos sido salvados, pero la esperanza que se ve no es esperanza, pues, ¿por qué esperar lo que uno ve? Pero si esperamos lo que no vemos, con paciencia lo aguardamos (Ro 8:18-25).
Ahora gemimos junto con la creación, pero ese gemido apunta al futuro con esperanza, porque tenemos la plena certeza de que al final seremos liberados de todos los efectos dañinos que el pecado causó no solo en nuestro cuerpo, sino también en el asiento mismo de nuestra personalidad.
En aquel día podremos reflejar el brillo de la gloria de Dios en Cristo sin nada que pueda empañar ese esplendor, como hombres y mujeres creados a la imagen y semejanza de Dios.
Cuando Cristo, que es nuestra vida, se manifieste, seremos manifestados con Él en gloria (Col 3:4). Todavía experimentamos una guerra interna con los deseos carnales que batallan contra nuestras almas (1 P 2:11).
Pero sabemos que llegará el día cuando esa guerra termine para siempre. Cristo, en Su venida, transformará el cuerpo de nuestra humillación, para que sea semejante a Su cuerpo de gloria (cp. Fil 3:20-21).
Conclusión
Estos son los cuatro lentes teológicos por los cuales debemos contemplar la realidad: las doctrinas bíblicas de la creación, de la caída, de la redención y de la glorificación.
Todo lo que se encuentra por fuera de estos lentes no es otra cosa que ilusión engañosa y espejismo destructor.
Con esto en mente, debemos mirar con compasión a los que están experimentando la disforia de género o que incluso han dado un paso más allá y comenzaron un proceso de transformación a través de cirugías y hormonas, para aparentar ser lo que no son.
No pueden ser motivo de burla sino de compasión, pues son seres humanos creados por Dios y, por lo tanto, debemos tratarlos con dignidad, a la vez que simpatizamos con su dolor y con sus conflictos internos.
Pero es nuestro deber hablarles la verdad en amor, para ayudarles a ver el engaño de sus corazones y mostrarles la esperanza que solo se encuentra en el evangelio de Jesucristo.
No podemos sacrificar la verdad en aras del amor, ni debemos sacrificar el amor en aras de la verdad. Al compartir el evangelio, no olvidemos que también somos pecadores salvados por gracia, pero que merecíamos el infierno.
Lo que hace la gran diferencia entre nosotros y los incrédulos es que fuimos rescatados de nuestra vana manera de vivir solo por Cristo, por gracia sola y por medio de la fe sola.
Por lo tanto, sigamos proclamando el evangelio con la confianza de que su mensaje sigue siendo el instrumento poderoso que Dios usa para salvar a los perdidos. Cuando el Señor Jesucristo nos dejó la Gran Comisión (Mt 28:18-20), sabía que Su iglesia iba a estar peleando estas batallas a finales del siglo XX y principios del XXI. La encomienda de hacer discípulos de todas las naciones sigue vigente.
Debemos llevarla a cabo sabiendo de antemano que, sin importar cuán difícil sea la lucha en los años venideros, Jesús prometió estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo, y que las puertas del Hades de ninguna manera podrán prevalecer contra Su iglesia.
Pero no basta con proclamar el evangelio con fidelidad. Debemos abrazar con gozo y determinación nuestra identidad sexual como hombres y mujeres creados a imagen y semejanza de Dios, y redimidos por gracia para la restauración de esa imagen que quedó distorsionada por causa del pecado.
Solo modelando la verdadera masculinidad y la verdadera feminidad es que podremos hacerle frente a este tsunami ideológico que arrasa con todo lo que encuentra a su paso.
Necesitamos hombres que glorifiquen a Dios comportándose como hombres. Que en vez de abusar o claudicar de su autoridad, decidan amar sacrificialmente a sus esposas como Cristo amó a la iglesia (Ef 5:25).
Hombres que protegen, santifican y cuidan de los suyos como líderes que asumen, a su vez, una posición de siervos (vv. 26-29).
Necesitamos mujeres que glorifiquen a Dios como mujeres, adornándose en dependencia del Espíritu Santo con ese espíritu afable y apacible que es de gran estima delante de Dios (1 P 3:4). Mujeres que se revistan de fortaleza para someterse voluntariamente a sus maridos y respetar la autoridad que Dios les ha conferido como cabezas del hogar (Ef 5:22-24).
Que el Señor nos conceda seguir siendo sal y luz en un mundo cada vez más corrompido y entenebrecido.
Que podamos seguir proclamando el evangelio por la gracia de Dios, mostrando Su poder en nosotros a través de vidas que van siendo transformadas a la imagen de nuestro bendito Señor y Salvador Jesucristo, para la gloria de Su santo y bendito nombre.