OPINIÓN

La eutanasia y el dolor de las personas concretas

José F. Vaquero / ReL/

Huimos de la idea de la muerte, pero es nuestra única certeza en la vida. Nos espanta el dolor que la rodea, propio y ajeno. «Muerte en la habitación de la enferma» (1893, detalle), de Edvard Munch, Galería Nacional de Noruega.

En la sociedad actual tenemos miedo a la muerte. Esta palabra es la protagonista de las malas noticias, de los sucesos que no queremos oír: muerte en Ucrania, muerte por covid, muere por violencia… Incluso la muerte natural, como resultado de una enfermedad, no es bien recibida. Es cierto que alabamos a la persona que «se ha ido».

No se sabe dónde, pero eso se suele decir con tal de no pronunciar esta trágica palabra. Incluso esas buenas palabras tienen el sabor de una despedida amarga y no querida.

Tenemos miedo a la muerte, y hemos arrinconado esa realidad.

Sucede en lugares que tratamos de olvidar, los hospitales, las residencias de mayores. Pensamos en ellos casi como «no lugares». Sin embargo, es una de las pocas certezas presente en la inmensa mayoría de la humanidad: tarde o temprano, de un modo o de otro, moriremos.

No queremos morir, se repite mucho, aunque lo que más nos preocupa, lo que realmente nos inquieta, no es la muerte sino el dolor que la circunda. El dolor propio y el dolor de los que nos rodean al vernos sufrir.

Y en ese rechazo del sufrimiento que rodea a la muerte no falta quienes defienden la eutanasia, esa acción u omisión que provoca intencionadamente la muerte de una persona.

Son pocos, a decir verdad, porque el deseo de no morir, de seguir viviendo, es muy fuerte, sobre todo cuando sientes que el momento final está cerca.

Estos defensores de la eutanasia argumentan, casi siempre en tercera persona: «Pobrecito. Mira cuánto dolor tiene. Vamos a quitarle tanto dolor». Siguen la lógica del perro rabioso: «Muerto el perro, se acabó la rabia»; muerto el paciente, se acabó el dolor.

La medicina actual, aunque quizás ciertos grupos no quieran escucharlo, puede controlar este dolor hasta unos niveles muy altos. Un dolor físico es muy controlable. Como prueba, un botón. ¿Quién aguanta que le corten el cráneo con una sierra eléctrica?

Sin embargo, es algo que se da en muchas operaciones de cabeza. Un dolor físico muy alto, pero controlado gracias a una adecuada sedación y a la pericia de los cirujanos.

Lo que nos da miedo, y con frecuencia no sabemos cómo gestionar, es el sufrimiento, no el dolor. Y este punto es más complicado. 

El sufrimiento tiene, principalmente, cuatro dimensiones, y gran parte de la medicina se centra sólo en una de ellas. Es cierto que un médico no puede dedicarse a todo, ni le podemos pedir un dominio absoluto de toda la ciencia médica; de ahí brota la necesidad de especializarse en ámbitos más concretos.

El sufrimiento abarca la dimensión física, lo que normalmente llamamos dolor. Pero también la dimensión psicológica, la social y la espiritual o trascendental. Somos un ser complejo y limitado, vulnerable, y por ello siempre caminará con nosotros el sufrimiento.

El sufrimiento de un comentario que no me ha gustado, el sufrimiento de que se me ha roto el móvil o el sufrimiento de que me gustaría tener un mejor trabajo o un hijo más responsable.

El sufrimiento siempre va a estar presente, desde que nacemos hasta que morimos. Es como nuestra sombra, que siempre nos acompaña, por más que corramos o nos escondamos.

Y una de las grandes virtudes de los paliativistas, los médicos especializados en el final de la vida, es que van a tratar el dolor del paciente, algo relativamente sencillo, y sobre todo su sufrimiento.

Una de las herramientas que más usan es barata, bastante barata: morfina. Con esta herramienta controlan el dolor físico; incluso, si fuera el caso, bajando el nivel de conciencia del paciente, sedándolo, para que experimente menos dolor. Esta práctica no es ajena a la medicina; se hace con mucha frecuencia en las operaciones quirúrgicas.

Pero el auriga que gobierna a un facultativo en su buen hacer médico es caro, incluso se podría decir que no tiene precio. 

Se trata del cariño, la humanidad, el interés sincero por esa persona que padece un gran sufrimiento, por ella y por todo su entorno, padres, hijos, amigos, conocidos. Ese es el verdadero problema de la medicina, su talón de Aquiles.

He escuchado a enfermeras devolver la paz a sus pacientes con una caricia, una ayuda para reconciliarse con un hijo o un hermano después de años de separación. Incluso, si es lo que inquieta al paciente de 40 años con un cáncer terminal, la enfermera le ha facilitado las gestiones para saber qué pensión le quedaría a la mujer para sacar adelante a sus hijos pequeños. La clave está en el interés por el bien de esa persona que sufre.

Habría que preguntar sobre todo a los gestores y legisladores: el paciente, ¿es un producto que gestionamos, con más o menos cuidado, o una persona concreta a la que queremos curar, hasta donde se pueda, y sobre todo cuidar?

 

 

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