La encarnación del verbo de Dios
Reflexiones de la Época para la Época
Apóstol Rony Chaves /
“Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad”. (Juan 1:14).
La Biblia nos enseña que desde los días de Adán, el primer mortal sobre la tierra, incluyéndolo a él, todos los hombres pecamos y nos hicimos merecedores de ser destituidos de la gloria de Dios y del acceso a su santísima presencia.
Fue el mismo Adán quien como el primer representante del género humano con su pecado y su decisión de no obedecer los lineamientos del Altísimo para vivir en el Paraíso y dentro de la eternidad del Señor, nos marcó a todos, provocando con esto, la caída espiritual de la raza humana con todas las consecuencias funestas registradas en la Palabra: muerte física y eterna, dolor y opresión, esclavitud mental y espiritual, enfermedad y maldición, alejamiento de Dios y condenación.
Desde la caída del primer Adán con Eva su mujer, todos los mortales fuimos condenados con él por la operación del poder de la representatividad a la muerte eterna.
No había ninguna posibilidad para los hombres de ser perdonados de sus pecados ni salvados de aquella condenación por sí mismos. La justicia divina estableció que “sin derramamiento de sangre no hay remisión de pecados”.
La única vía para recibir perdón de Dios era que otro hombre, representante de los humanos, pagara el precio por nuestra liberación. Esto era imposible en virtud de que para que esto se diera la sangre demandada por la justicia del Eterno debía provenir de otro ser humano, pero sin pecado, para que pudiera ser aceptada por el juez Supremo del universo como pago por nuestra justificación ante Él.
Humanamente, esto no era posible, el destino eterno de la humanidad, dadas estas circunstancias, era la condenación con su consecuente alejamiento por siempre de Dios. Más Elohim, el Dios trino y uno (Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo) fue movido a misericordia por su creación y planificó salvarnos a través de un acto soberano de Amor.
Este glorioso plan de redención establecido en la eternidad consistió en que Dios mismo tomaría un cuerpo humano para así poder representar a todos los hombres y pagar el precio por nuestra redención, por nuestro perdón y por nuestra justificación.
Este maravilloso plan fue cumplido con el nacimiento de Jesucristo, el Hijo del Dios viviente. A este soberano acto del amor de Elohim se le conoce como la encarnación del verbo de Dios.
Dios mismo habitó entre nosotros
El apóstol Juan nos señala en su versión del evangelio sobre este particular así: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios”. (Juan 1:1). Este Verbo, que era con Dios y era Dios, se encarnó y vivió entre los mortales: “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como la del unigénito del Padre), lleno de gracia y verdad”. (Verso 14).
Para que el milagro más grande de todos en el universo ocurriera era menester un plan de sabiduría divina extraordinario. Elohim, Dios mismo, fue quien lo hizo.
El maravilloso plan consistió en que el Espíritu Santo de Dios vendría a hacer sombra sobre una doncella virgen, pura y santa, para engendrar a un niño quien sería conocido en las Sagradas Escrituras como Emanuel, que significa “Dios con nosotros”.
Este niño tendría la naturaleza divina por ser engendrado por Dios mismo a través de su Espíritu y tendría también la naturaleza humana por nacer de mujer y sería a la vez nuestro representante ante la justicia eterna.
“Por tanto, el Señor mismo os dará señal: He aquí que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel”. (Isaías 7:14).
Ese niño se haría hombre y viviría en la santidad debida dependiendo del Espíritu Santo, para poder ser nuestro representante ante la justicia del Eterno.
Él cumplió a cabalidad la ley de Dios y se convirtió en nuestro postrer o segundo Adán a través de quien el Padre Dios pagaría nuestras deudas con su sangre.
Ese niño creció y vino a ser el único mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre. Su mediación vino a ser totalmente eficaz para satisfacer la justicia divina y redimir a los hombres y liberar a cada uno de nosotros de la condenación eterna.
La ofrenda de su vida y la ofrenda de su sangre por los pecadores nos trajo el perdón del Altísimo y nuestra justificación. Asimismo, el sacrificio u ofrenda de Jesús para salvar a la humanidad le haría nuestro Señor y Rey.
“Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz”. (Isaías 9:6).
Después de la muerte de Jesús, todos los seres humanos que creyeran en él serían perdonados. Este perdón otorgado por el Padre nos llegó por La bendita ofrenda de su vida en la cruz.
El glorioso perdón divino nos redimió para Dios y sobre todo, nos justificó y nos dio otra vez el lugar que teníamos antes de la caída del primer Adán, esto se llama Justificación. Su ofrenda personal nos devolvió la vida.
«Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo; por quien también tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios”. (Romanos 5)
La mejor ofrenda redimió al mundo
La mayor y más extraordinaria lección para nosotros en el campo del dar y del ofrendar definitivamente la recibimos de Dios padre al darnos la mayor muestra de amor y entrega al darnos en ofrenda fragante a su hijo Jesucristo para ser nuestro redentor y salvador. Si queremos tener una vida poderosa en el mismo terreno del dar, del ofrendar y del sacrificar algo ante y para Dios, tenemos que llenarnos del mismo espíritu de generosidad, amor y desprendimiento del Padre. Glorificado sea el nombre de Jehová el Señor.
Y se humilló a sí mismo
“… sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre”. (Filipenses 2:7-11).
Todo el “proceso de Jesús en la cruz” es una extraordinaria lección de entrega, amor y sacrificio por otros digna de ser imitada.
Por eso la Escritura (Filipenses 2:5) nos exhorta a tener un mismo tipo de entrega y comportamiento para bendición de los demás: “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús”.
La gran motivación de la Biblia es seguir el mismo camino de Jesús al negarse a sí mismo para ofrendarse plenamente por la salvación de los mortales.
Esta es la más sublime y poderosa enseñanza de Cristo para su pueblo, negación y entrega total es la mejor ofrenda que podemos dar al Padre para poder tener la más grande y valiosa cosecha:» almas, almas, almas»
No estimó el ser igual a Dios
Pablo el apóstol nos narra esta maravillosa e impactante historia diciéndonos así: “el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo”. (Filipenses 2:6).
La extraordinaria lección de Jesús es sobre la increíble capacidad propia de Él para despojarse de todo aquello que tenía y que lo posicionaba sobre todo lo creado.
El hijo de Dios como parte de la divinidad, miembro de la Santa Trinidad (Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo) no se aferró a este derecho legal, sino que mirando por delante la necesidad de los mortales de un salvador, por amor, se despojó a sí mismo de ser igual a Dios para ofrendar su vida un día en la cruz del calvario.
Su acción es totalmente voluntaria por la humanidad y totalmente voluntaria para servir a su padre Dios para ejecutar el más glorioso plan de redención y misericordia en favor de los pecadores.
En la eternidad, el hijo de Dios determinó que se despojaría de su dignidad de Dios y de su majestad para someterse al plan maestro de Elohim (el Eterno Dios) a través del cual Él entraría al espacio y tiempo de los mortales mediante el glorioso milagro de la encarnación del verbo.
Su amorosa entrega también implicaba despojarse de su lugar de honra en los cielos, despojarse de su dignidad y poder y de someterse a un proceso de humillación para tomar un cuerpo humano y así tomar también el lugar de todos los pecadores en la cruz.
El sentir de Jesús que Pablo anhela que tengamos todos, es una determinación de ofrendar nuestras vidas hasta las últimas consecuencias para alcanzar la consumación del plan divino.
Desde la perspectiva del hijo del Dios viviente ofrendar es darlo todo, entregarlo todo, despojándose de todo si para presentar la mejor ofrenda al Padre hubiera que hacerlo.
En el campo financiero estos principios operan pues están ligados a la ofrenda que debemos dar al Padre. Ofrendar entonces significa, dentro de la perspectiva de Jesús, darle a nuestro Dios la mejor y más excelente adoración que podamos darle, para ello debemos despojarnos de todo si Él así lo requiere, dándole nuestro mayor sacrificio y entrega.
La gran lección de Jesús es: la mejor ofrenda para dar al Padre es uno mismo. Si velamos por ser en verdad “ofrendas vivientes para el Padre”, llenando nuestra vida de entrega, negación, sacrificio y humillación constante, todo lo que le damos desde el punto de vista material, será aceptado por Él y por esta causa, nos dará su abundante bendición.
Tomando forma de siervo
La humillación de Cristo Jesús fue total e impresionante para que el Padre pudiera cumplir su plan de salvación de los mortales.
Jesús se despojó de su divinidad para tomar un cuerpo de hombre para representar a los hombres: “tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; …” (Verso 7.)
Como Dios no podía salvarnos, era necesario satisfacer la justicia divina con el derramamiento de sangre de los pecadores o de aquel ser humano que calificara por su vida recta y santa para morir por ellos.
El apóstol Pablo nos afirma en el libro de los Romanos que no ha existido ningún mortal limpio de pecado que pudiera pagar el precio para rescatar a los humanos. Por causa de esto Dios planificó que el hijo de Dios se encarnaría y viviría como un ser humano común y así poder vivir una vida santa para entonces ofrecer su vida por los pecadores.
Jesús cumplió en todo como ser humano dependiente del Padre para ofrendarse en la cruz del calvario por nosotros.
“Y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”. (Verso 8).
La ofrenda de Jesús fue una constante humillación y entrega en las manos del Padre para hacer su voluntad perfecta.
Y como en todo lo concerniente a ofrenda, siembra y cosecha, aquí también se aplicó el principio, el Padre le dio a Jesús por su gloriosa ofrenda la justa y debida retribución: “Por eso Dios también lo exaltó sobre todas las cosas y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, en la tierra y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre”.
(Filipenses 2:9-11).