Dr. Carlos Araya Guillén / Articulista /
Después de haber sido arrestado, golpeado, humillado, insultado, torturado y condenado a muerte, Jesús es crucificado en el sitio llamado la Calavera, junto a dos criminales, uno a su derecha y otro a su izquierda, quedando Jesús en el medio.
Tras su muerte fue sepultado. Pilato le da permiso a José, el de Arimatea (discípulo en secreto de Jesús) por miedo de las autoridades judías, para llevarse el cuerpo y colocarlo en el sepulcro nuevo de su propiedad donde todavía no habían sepultado a nadie.
Jesús resucita de entre los muertos el primer día de la semana. Es un hecho extraordinario, inimaginable y más allá del entendimiento humano.
Es tan significativo tal evento, que se constituye en la columna vertebral de la creencia cristiana. Sin resurrección no hay cristianismo.
Por eso, dice el texto bíblico en la primera Carta de San Pablo a los cristianos de Corinto, sobre el significado de la resurrección de los muertos, que si Jesús no hubiera resucitado “la fe de ellos no vale para nada”. (15:17 DHH)
La afirmación del apóstol Pablo es contundente. La resurrección de Cristo es un hecho real y una verdad central en la fe cristiana. El sepulcro vacío y sus primeras apariciones a María Magdalena, a Pedro y a los demás discípulos, confirman la victoria de Hijo de Dios sobre la muerte y la trascendencia del poder divino.
Por la resurrección de Jesús es principio, testimonio y misterio de inmortalidad. Es fuerza de amor a la vida asociada a un plan salvífico.
La resurrección de Cristo es esperanza de eternidad, de fe en el reino de Dios. Nos prepara para concebir la muerte como signo de vida y no de tinieblas.
Por eso, son muchos los cristianos que en un funeral celebran la vida y no la muerte.
Jesús ayer, hoy y siempre nos está invitando a celebrar la eternidad, aunque la muerte atañe a la vida en su esencia humana.
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